La expedición sufre la dureza de Baffin con temperaturas de -30 grados

Chus, Verónica y Rocío continúan con su trayecto hasta alcanzar el casquete polar de Barnes en la isla de Baffin, y comienzan a notar la dureza de la aventura. Su capitana, Chus Lago, nos explica que “el frío es indescriptible, es una mezcla de humedad que nunca antes habíamos notado, y es muy duro”. Ahora mismo están afrontando temperaturas de entre -28 y -30º, pero calculan que cuando empiecen con el ascenso a Barnes, por la altitud, alcanzarán los -40 e incluso -45 fácilmente.

Además, durante su estancia con los inuits, sufrieron los “daños colaterales” de la epidemia de gripe en el pueblo, y Chus nos confiesa que se encuentra un poco constipada, lo que le hace más difícil la resistencia física.  Pero las chicas son unas valientes y se encuentran muy animadas. “Los paisajes son espectaculares, ayer fue impresionante el recorrido, por los acantilados más altos del mundo”, indica Chus en referencia al mítico Monte Thor de la Isla de Baffin.

Ya han creado su primer campamento de camino a Barnes y le han llamado, además, ‘Campamento de Hielo Becerreá’, nombre inspirado por los niños del CEIP San Xoán de esta villa lucense, que siguen muy de cerca la aventura.

La expedición, que forma parte del Proyecto Universo Mujer del Consejo Superior de Deportes, cuenta con el patrocinio de CLUN, la cooperativa nacida de la unión de Feiraco, Os Irmandiños y Melisanto a través de sus marcas comerciales Únicla y Clesa, de la compañía de distribución alimentaria Gadisa y de la marca de ropa Ternua.

Foto: Carlos A. Veloso 

Inolvidables inuits

Este viaje, que duró unas tres semanas, es uno de los que más me han impresionado de todos los que he hecho. Aprendí mucho sobre lo que somos los humanos, sobre nuestra capacidad de supervivencia y nuestra necesidad innata de la belleza. Porque los esquimales o inuits, que hasta hace muy poco carecían de lo más elemental y habitaban en el medio geográfico más desolado y duro del planeta, siempre realizaron, sin embargo, hermosísimas tallas en huesos de animales. Lo cual me enseñó que la vida humana, incluso una vida tan al desnudo como la de los esquimales, puede poseer un refinamiento extraordinario. A menudo he pensado en ellos, en aquellos inuits con los que hablé, en Amagualik, en Meeka, en Rebeca Mike, y me he preguntado cómo estarán. Los plazos administrativos se cumplieron sin problemas y el territorio de Nunavut existe legalmente desde hace años, pero me gustaría saber cómo lo viven por dentro y si esa gente maravillosa está consiguiendo construir sus sueños.

En el Centro para Mayores de Iqaluit se está celebrando una reunión de ancianos. El edificio es nuevo y confortable, y a través de las ventanas brilla la blancura del mundo: es un hermoso día de abril, no hay viento y fuera sólo estamos a 21 bajo cero. Los viejos, unos veinte o treinta, todos esquimales, se comunican noticias de la comunidad o simplemente hablan los unos con los otros.

Una chica blanca se encarga de la intendencia: en una mesa arrimada a la pared hay café, galletitas dulces y saladas, y mantequilla de cacahuete. Pero los ancianos no parecen hacerle mucho caso a estas delicias. De cuando en cuando alguno se levanta y se va a un cuartito que hay junto a la sala. Me asomo a la puerta: allí, en el suelo, sobre un papel de estraza, en medio del ambiente funcional, novísimo e higiénico, alguien ha puesto dos grandes pedazos de un reno recién descuartizado. Los viejos, en cuclillas, cortan cuadraditos de la carne cruda, congelada y roja, para metérselos luego en la boca con expresión de ausente embeleso: esto sí que es comida, parecen decir, esto sí que está bueno. Los ancianos de Iqaluit han pasado la mayor parte de sus vidas en un iglú y en la Edad de Piedra, y ahora han venido a envejecer y a morir al computerizado siglo XX. Quizá sea un viaje demasiado largo para una existencia.

En el norte de Canadá hay un inmenso territorio que se extiende hasta el Polo. Mares congelados y erosionadas rocas que la nieve ha cubierto hasta hacerlas indistinguibles de las petrificadas aguas. Un desierto helado que quema y que mata, y tan inhóspito que hasta ahora se ha resistido considerablemente a los avances de la llamada civilización. Y, sin embargo, allí han vivido los esquimales y sus antecesores desde hace más o menos cuatro mil años. ¿Qué les impulsaría a quedarse ahí? ¿Qué puede obligar o tentar a un ser humano para echar raíces en semejante infierno, en un medio geográfico que es sin duda el más duro del planeta? Temperaturas de hasta 70 bajo cero, tormentas apocalípticas, diez meses al año de espesísimos hielos y, en el corazón del invierno, largas semanas de noche perpetua, sin poder ver ni siquiera un chispazo de la luz del sol.

Y, sin embargo, se quedaron, se adaptaron al medio, lo vencieron: una rara proeza. Ahora han de superar una prueba aún más dura que los hielos: el choque, normalmente fatal, contra la cultura de los blancos. Pero se diría que lo están haciendo notablemente bien; acaban de firmar un espectacular acuerdo con el Gobierno de Canadá mediante el cual se dividirá en dos la enorme provincia del territorio del noroeste y se creará una nueva región canadiense, llamada Nunavut, que será autogobernada por sus habitantes. Ya se han votado, y aprobado, las nuevas fronteras; en noviembre se ratificará el acuerdo con un referéndum. Nunavut tendrá una extensión de dos millones de kilómetros cuadrados, algo así como cuatro veces España. Y en esa inmensidad viven 22.500 personas, de las cuales 17.500 son esquimales.

Han cambiado mucho los esquimales en los últimos años. Para empezar, ya no se llaman esquimales (nombre que les pusieron los indios cree y que quiere decir comedores de carne cruda), sino inuit, que significa ‘las personasy que es como siempre se han llamado a sí mismos. Los inuit canadienses ya no habitan en iglús; las veintisiete comunidades en las que viven, repartidas por todo el Ártico, son pequeños pueblos de modernas casas prefabricadas, confortables y sólidas. Y hay buenas calefacciones, teléfonos, y televisiones por satélite con treinta canales.

Poseen además un rutilante parque de snowmobils (literalmente, nievemóviles), un híbrido entre moto y trineo que ha sustituido por completo al tradicional tiro de perros. Aún se puede encontrar de vez en cuando una reata de huskies blancos y peludos aparcados entre los hielos. Pero suele ser un tiro preparado para turistas, que es una de las industrias en desarrollo; el año pasado, por ejemplo, llegaron a Iqaluit 3.200 turistas, una cantidad enorme para la zona.

La ciudad de Iqaluit, en la isla de Baffin, a más de 2.000 kilómetros al norte de Montreal, será la capital del nuevo territorio de Nunavut. Tiene seis bares, tres hoteles, un estudio de televisión y otro de radio con programación en inuktitut (el idioma inuit), un hospital de veintiuna camas, una prisión de veinte, un correccional de doce y treinta taxis que sólo sirven para dar vueltas dentro de la ciudad, porque, naturalmente, no hay carreteras ni manera de ir por tierra a ningún sitio. Aquí, como al resto de las comunidades perdidas en mitad de este desierto congelado, sólo se puede llegar en avión, o en barco, si hay suerte, en agosto y septiembre, los dos meses en los que el mar se deshiela.

En Iqaluit viven 3.300 personas, de las cuales 2.100 son inuit. «Como esta ciudad es tan grande resulta más difícil organizarse», comenta Alice Joamie vicepresidenta del Comité Contra el Alcohol. A Joamie, el lugar le parece enorme porque los inuit siempre han vivido en grupos familiares muy pequeños y desperdigados en unas vertiginosas extensiones de terreno: con los medios tradicionales, las ásperas y enemigas tierras polares no daban para mantener a más personas. De hecho se puede decir que, con sus 22.500 habitantes, el Ártico está superpoblado: es un medio ecológicamente muy frágil.

Fragilidad que, por otra parte, conocen los inuit de manera instintiva. Cazadores y pescadores desde hace siglos, saben muy bien que han de cuidar el medio para que el medio pueda seguir cuidándoles a ellos y a sus hijos. Antes de su conversión (hace medio siglo) al cristianismo, los inuit eran animistas: el aire, las aguas, los hielos, los animales, todo poseía un alma que había que cuidar y aplacar. El respeto al entorno siempre formó parte de la cultura esquimal.

Fueron los blancos quienes trajeron el exceso depredador a las zonas árticas y las crueles carnicerías de focas, las matanzas a palos y el despellejamiento en vivo de miles de ellas, una bestialidad bien documentada con filmaciones que llevó, tras la activa campaña de denuncia de Greenpeace, al colapso del mercado internacional de pieles. En el Ártico odian a Greenpeace: en la temporada de 1964-1965 el norte canadiense vendió 68.000 pieles por un valor de 750.000 dólares, mientras que en 1984- 1985 sólo se vendieron 5.000 pieles por un total de 54.000 dólares. Los esquimales, que antes trabajaban para las compañías peleteras, se han quedado sin ingresos. «Pero es que ya no se puede seguir siendo un pueblo de cazadores y de pescadores; hay que estudiar, hay que prepararse, hay que desarrollar otras industrias, como la minería, por ejemplo», dice Bill Adamache, alcalde del pequeño pueblo de Coppermine, en el oeste polar.

Aunque Iqaluit tiene rango de ciudad, y aunque a Joamie le parezca muy grande, lo cierto es que es un pueblecito: unas cuantas casas de madera desperdigadas entre cúmulos de nieve y de hielo. Dos días antes de que llegáramos allí un muchacho de veinte años anduvo pegando tiros con un rifle por las calles del pueblo; había roto con su novia y estaba borracho, y afortunadamente fue reducido por la policía (la famosa Policía Montada del Canadá, que ahora ni está montada ni viste de rojo) antes de que hiciera daño a nadie. Lo contaba la primera página del periódico de la zona, el Nunatsiak News, de periodicidad semanal y escrito en inglés e inuktitut. Y es que Iqaluit tiene algo de la clásica ciudad fronteriza, de turbulento hiato entre un mundo sin ley y la civilización, aunque sin duda la civilidad va ganando espacio día a día: «Cuando yo llegué aquí, en 1979, había muchos más problemas sociales que ahora», dice Jim Bell, editor del Nunatsiak News. Es en las localidades con más contactos con el Sur, con la cultura blanca, en donde siempre ha habido más problemas. Problemas con las drogas blandas, pero sobre todo con el alcohol. «El 90 por 100 de los delitos están causados por el alcohol», dice Bruce McGregor, uno de los tres policías de Coppermine, en el oeste polar. En Iqaluit, con 3.300 habitantes, 750 personas durmieron la borrachera en la cárcel el año pasado: un 35 por 100.

Todo esto no se advierte fácilmente, sin embargo. No se ven borrachos ni mendigos derrumbados en los portales —quizá porque se congelarían en pocos minutos—. No hay marginación ni miseria evidentes. No hay esa dolorosa indignidad social y ese destrozo humano que uno advierte de inmediato en las reservas indias de Estados Unidos, por ejemplo. Aquí, en el Ártico canadiense, los inuit parecen un pueblo próspero, sereno y orgulloso. Los que a veces amedrentan con su aspecto son algunos blancos: tipos musculosos, malencarados y llenos de tatuajes. «El Ártico es como una puerta giratoria: muchos blancos vienen sólo a ganar dinero, permanecen aquí un par de años y luego se van; entran y salen», dice Bill McConkey, funcionario del Gobierno de Iqaluit.

«De los blancos hemos heredado buenas y malas cosas», explica Meeka Kilabuk, directora del Consejo Regional de Baffin. «Lo peor, las enfermedades: mi madre conoció a gente que jamás enfermó en toda su vida. Y luego están los cigarrillos y el alcohol… El problema es que mucha de la gente blanca que vino aquí no era gente buena…» Eran aventureros, inadaptados del Sur, tipos empujados por la desesperación o la codicia. Algunos de ellos se pasean aún por la crujiente y endurecida nieve de Iqaluit.

Pero en las pequeñas comunidades se ven muy pocos blancos. Como en Pangnirtung, en la isla de Baffin, a la altura del Círculo Polar. En Pan, como todo el mundo lo llama por acortar, viven 1.100 personas, el 98 por 100 inuit. Es una comunidad seca: está prohibido traer alcohol.

Pan se encuentra en un fiordo, a la entrada de un parque nacional de inmensos glaciares que en el corto verano polar forman un espectáculo impresionante, tan blancos en medio de la tundra rectilínea y cubierta de flores. Están intentando explotar turísticamente esta rara y exótica belleza, y el año pasado Pan tuvo novecientos visitantes, la mayoría en camping, porque la única posada que hay en el lugar, nueva y limpia, pero modesta y con duchas comunales, cuesta la asombrosa suma de 24.000 pesetas por noche y por persona.

Y es que todo es carísimo en el Ártico, porque todo ha de ser traído por avión o en los dos o tres barcos de carga que entrarán en el corto período de deshielo. Una lechuga vale 300 pesetas; una naranja, 70 pesetas; una bolsa de pan de molde, 275. En Iqaluit, una buena casa puede costar 25 millones de pesetas, y si es alquilada, 300.000 o más al mes. Los sueldos que se cobran en el Ártico son los más altos de todo Canadá, pero los gastos son también los más altos, de modo que no es fácil aho- rrar. La mayoría de los inuit viven en casas del Gobierno; sólo les cobran una renta mínima, de acuerdo a sus ingresos. Y muchos no ingresan nada: hay comunidades con más del 60 por 100 de desempleo, que dependen por completo del subsidio social.

En Pan, sin embargo, hay bastantes artesanos: hay una cooperativa de tejedores y otra de pintores. Hacen bellos grabados, tapices preciosos, trabajos en lana que se han hecho famosos. Son actividades modernas, de no más de veinte años, pero lo hacen muy bien, quizá porque su tradición artística siempre fue muy rica. Los antiguos trajes hechos en piel de foca poseían unos hermosos diseños geométricos, por ejemplo, y en los huesos de animales tallaban diminutas y exquisitas figuras. Ahora los escultores esquimales trabajan la piedra y hacen objetos más grandes para adaptar su arte al gusto blanco, y unos cuantos artistas han creado así una serie de esculturas asombrosas: osos bailarines, morsas rientes, piezas a medio camino entre lo más primitivo y lo más moderno que se venden a precios astronómicos (varios millones de pesetas) en las galerías de arte del Sur. Se diría, en fin, que los inuit son un pueblo educado en la apreciación de la belleza; en sus casas, hasta en las más modestas, se pueden encontrar detalles estéticos: un vaso con un narciso natural, por ejemplo, traído en avión del Sur a exorbitante precio.

Paseas por Pan y hay 33o bajo cero: el interior de tus narices se escarcha, un minúsculo carámbano en cada vello. Chisporrotea el aire como si tuviera diamantes suspendidos: son pizcas de hielo. El sol se pone interminablemente sobre las petrificadas olas del mar, azuladas y rosas. A la puerta de las casas se ven unas cuantas focas muertas, gordas y rígidas por la congelación, y grandes salmones, tan tiesos y oscuros como barras de plomo. Un poco más allá, un bastidor de madera deja secar la piel de un oso polar recién cazado: en el suelo está la calavera, aún con la carne pegada, la sangre como rubíes cristalizados. Como Pan está al este, todos hablan inuktitut y muchos no entienden inglés. En el este se ha conservado la cultura inuit de manera más pura: aquí han vivido del modo tradicional hasta principios de los años sesenta, esto es, hasta ayer mismo.

Éste es el mítico Norte, que tanto ocupó los sueños y las inquietudes de los humanos: los griegos creían que había una tierra por encima del viento norteño en donde el sol no se ponía jamás, un paraíso habitado por el pueblo feliz de los hiperbóreos. Siglos más tarde llegaron aquí, a buscar y a morir, generaciones y generaciones de hombres curiosos, de exploradores heroicos o quizá insensatos, capaces de afrontar el horror desconocido de las nieves: como Henry Hudson, que descubrió la bahía después llamada de Hudson y que en 1610, tras verse obligado a invernar con el barco atrapado por los hielos, fue abandonado por la tripulación amotinada, junto con su hijo, en un iceberg que les llevó flotando lentamente hasta su muerte. O como la expedición de Franklin, 138 hombres y dos barcos, que desapareció en 1845 buscando el famoso paso del noroeste entre el Atlántico y el Ártico.

Hoy ese Norte legendario y feroz parece dominado. Por aquí han pasado todo tipo de exploradores, y en el pueblo de Resolute, en la zona más septentrional de Nunavut, hay un tipo que organiza marchas de ocho días al Polo Norte por un millón de pesetas. Pero el Ártico no es más que un monstruo dormido. Sus despobladas inmensidades continúan matando, y ni siquiera hace falta irse muy lejos para caer en sus garras. «Hace un par de años se murió un tipo aquí mismo, en Iqaluit», cuenta el funcionario del Gobierno Bill McConkey: «Era en invierno, había tormenta, el tipo salió a dar una vuelta al perro y se congeló».

«El Norte es un mito para los canadienses: el Norte fuerte y libre. Sentimos por los inuit una admiración y una identificación especial, más que por otros indios», dice Jack Stagg, director general en el Ministerio de Asuntos Indios. «Sí, es un mito, pero también es el lugar en donde te matan los hielos y en donde te comen los osos polares. Es decir, el Norte nos da miedo», añade Jim Bell, el periodista: «Así como para Estados Unidos la frontera es el Oeste, nuestra frontera es el Norte. Y mientras que en Estados Unidos se ven a sí mismos como conquistadores, los canadienses nos vemos como supervivientes. Porque sobrevivir aquí es suficiente gesta». Ése es el increíble logro de los inuit: no haber muerto. Desde luego su vida era durísima: es cierto que a los ancianos enfermos se les abandonaba a morir entre los hielos, y que a veces mataban a las recién nacidas porque se necesitaban varones que cazaran. Prácticas brutales de las que, sin embargo, dependía la supervivencia de todo el grupo. En el fascinante libro An arctic man (Un hombre ártico), de Ernie Lyall, un blanco que se casó con una inuit y vivió como un esquimal desde los años treinta, se cuenta, por ejemplo, cómo una madre amputó, a la altura del tobillo, el pie gangrenado de su hijo de dieciséis años, empleando para ello un ulu, el pequeño cuchillo triangular de las mujeres. Y eso sucedió tan sólo en 1948, en esta isla de Baffin que hoy se visita en veloces aviones y que entonces estaba más allá del final del mundo, en la Edad de Piedra.

No hay que confundir, sin embargo, el extremo rigor de la vida con la ignorancia y el salvajismo. La cultura inuit es, al parecer, una de las más ricas y más complejas culturas prehistóricas, y el grado de inventiva y de ingenio técnico al que llegaron es asombroso. Sin apenas poseer recursos (ni siquiera madera: la línea de árboles queda mucho más abajo), los inuit inventaron canoas de dos tipos, arpones articulados y con flotadores, arcos y flechas, casas de hielo o iglús para el invierno, tiendas semisubterráneas de cuero de reno para el verano, lámparas de piedra de aceite de foca, ventanas de hielo transparente para el iglú y de traslúcida tripa de foca para las tiendas, botas impermeables, gafas de hueso contra la blancura cegadora, trineos, raquetas para no hundirse en la nieve fresca…

No poseían, claro está, lenguaje escrito: fue el reverendo Peck, un misionero anglicano, quien adaptó en 1894 el alfabeto silábico de los indios cree a la lengua de los inuit. Ahora están empezando a publicar sus primeros trabajos literarios: cuentos para niños. «Tuvimos que hacer libros de niños en inuktitut que fueran lo suficiente- mente competitivos con los libros ingleses, y eso es difícil; sin duda estamos ante un reto muy complicado», explica un colectivo de alumnos del Arctic College de Iqaluit, una universidad menor donde se estudian materias como Contabilidad y Magisterio. Y es que estas primeras generaciones de jóvenes instruidos están teniendo que hacer los libros de texto para sus hermanos pequeños. Va todo tan deprisa que es un vértigo.

Pero el inuktitut sigue siendo una lengua muy viva. Al contrario que lo que sucede con muchas lenguas, que simplemente copian de los otros idiomas las palabras técnicas, el inuktitut es capaz de crear vocablos nuevos. Y así, la palabra que traduce «teléfono» significa «instrumento para hablar», y en vez de «computadora» dicen «una cosa que es como un cerebro». Una prueba más, quizá, de la capacidad de adaptación de esta cultura.

Los inuit son cien mil en todo el mundo, repartidos por Alaska, Groenlandia, Siberia y Canadá. Pero los canadienses son los únicos que se han mantenido al margen de la civilización occidental hasta hace tres décadas. Aunque antes había habido balleneros y algún puesto de la compañía peletera Hudson Bay, la cultura del Sur les empezó a llegar en realidad durante la Segunda Guerra Mundial, cuando el ejército llenó el Ártico de aeropuertos estratégicos. El Canadá blanco descubrió así a los inuit y advirtió que sus condiciones de vida eran espeluznantes, inadmisibles para un Gobierno que estaba construyendo, tras la guerra, el moderno Estado del bienestar.

En unos primeros años de paternalismo arrasador, los políticos de Otawa quisieron hacer de los inuit unos canadienses más. Ernie Lyall cuenta en su libro la primera campaña de educación: consistía en llevarse a los niños esquimales a estudiar a las escuelas del Sur. Prometían traerles en verano, pero en general no sucedía así («mis tres niños se fueron en 1950 y no regresaron hasta 1955», cuenta el propio Lyall); las familias inuit eran y son muy estrechas, y tanto los padres como los hijos sufrían con todo esto enormemente; los niños, además, se veían forzados a abandonar por completo el inuktitut. «En algunos casos, cuando los críos volvían a casa se sentían lejos de sus padres y ni siquiera podían entenderles, porque un montón de chicos ya no hablaba esquimal», escribe Lyall en su libro.

Después, a finales de los cincuenta, y advirtiendo el dolor que semejante proceso generaba, los canadienses empezaron a construir escuelas en las propias comunida- des. Fue entonces cuando los inuit abandonaron su vida seminómada y se instalaron en las casas prefabricadas del Gobierno porque se iban a vivir junto a la escuela para estar cerca de sus hijos. Todo esto sucedió en los años sesenta, y fue también entonces cuando apareció el subsidio social. Pero la educación seguía siendo totalmente en inglés, y el desprecio a la cultura local, la norma absoluta: «Parte de mi vida me sentí avergonzado de ser inuit porque nos dijeron que éramos inferiores. Las cosas empezaron a cambiar a mediados de los años setenta, cuando comenzamos a organizarnos», dice John Amagualik, de cuarenta y cuatro años. John es uno de los más importantes líderes inuit; lleva negociando la reclamación de Nunavut con el Gobierno canadiense desde hace más de una década y es uno de los principales artífices del complejo acuerdo que ahora se ha firmado.

Las cosas comenzaron a cambiar, en efecto, en los años setenta. Cambió la apreciación que en todo el mundo se tenía de las culturas aborígenes y la sensibilidad de la opinión pública ante la tragedia de los pueblos indígenas. Arropados en ese movimiento, los inuit se organizaron y surgieron sus primeros líderes. En 1976 presentaron ante el Gobierno canadiense una reclamación por la propiedad de sus tierras, y ese proceso es el que ahora ha desembocado en la creación de Nunavut. Nunavut será, sin embargo, un territorio como cualquier otro del Estado de Canadá; su autogobierno se elegirá entre todos los habitantes de la región, y si el Gobierno resultante es inuit lo será sólo porque la mayoría de la población también lo es. «Pero la población total es tan escasa que si al crearse Nunavut los inuit no son capaces por falta de formación de cubrir todos los nuevos puestos de trabajo, vendrá gente del Sur y se correrá el riesgo de que los inuit terminen siendo minoría», dice Ben McRury, di- rector regional de Gobierno en Iqaluit.

Los estudiantes del Arctic College también comparten este miedo: saben que una educación competitiva lleva su tiempo y saben que el nivel general es todavía muy bajo. «Pero si no nos arriesgamos no saldremos de este callejón en el que estamos.» Nunavut empezará a funcionar administrativamente en 1999, y en estos ocho años se llevará a cabo un programa intensivo de educación y entrenamiento.

Cuando comenzaron a organizarse, en los años setenta, los inuit crearon una infinidad de comités y asociaciones, y a través de ellos recuperaron un cierto control sobre sus vidas. Las escuelas cuentan desde entonces con comités nativos, por ejemplo, que cambiaron los programas educativos y fomentaron el uso del inuktitut. Y se han creado asociaciones para la sanidad, para la administración de los recursos naturales o para combatir el alcoholismo. «Así hemos ido aprendiendo cómo funcionan las cosas, y además es un tipo de actividad muy acorde con nuestra tradición. Porque nosotros no tenemos costumbre de partidos políticos: nos movemos por consenso», dice Meeka, la directora del Consejo Regional de Baffin.

«Los inuit no tienen tradición política», explica Alastair Campbell, director de desarrollo político del Ministerio de Asuntos Indios: «Muchos pueblos indios poseían instituciones políticas muy desarrolladas. Los mohicanos, por ejemplo, tenían una confederación muy compleja: Benjamín Franklin la estudió y hay un reflejo de su influencia en la Constitución norteamericana. Pero los inuit carecían casi por completo de estructuras jerárquicas». No tenían jefes; había cazadores ancianos de prestigio que capitaneaban las partidas de caza o decidían dónde se emplazaba el campamento. Pero en lo demás se actuaba por común acuerdo.

Quizá han tenido suerte estos inuit norteamericanos al depender de un país como Canadá, que, según el reciente informe de la ONU, ocupa el primer lugar del mundo en desarrollo humano. Un país con inquietudes sociales y muy rico que construye en el Polo, para unos pocos cientos de personas, unos ambulatorios y unas escuelas tan nuevos, bien dotados y formidables, que superan con mucho, desde luego, a los ambulatorios y a las escuelas públicas de España. «Sí, ya les intento yo explicar a los chicos que son ricos, pero todo les parece natural, no se dan cuenta», dice Chris Beacon, profesor de la escuela de Coppermine, con un suspiro.

Pero en esa abundancia quizá esté también el mayor peligro: la Seguridad Social les proporciona casa, calefacción, algún dinero. De ser un pueblo que tenía que hacer milagros para sobrevivir han pasado a ser un colectivo que no tiene nada que hacer y al que se lo dan todo resuelto. No hay apenas puestos de trabajo en el Polo, y los inuit no están preparados para los pocos que hay. Los niveles de fracaso escolar son alarmantes; en toda la zona de Coppermine, con dos pueblos que engloban a unas tres mil personas, sólo dos chicos acabaron sus estudios medios el año pasado. «Es terrible que se les pague por no hacer nada», dice Adamache, el alcalde de Coppermine. «Debería permitirse por lo menos que hicieran trabajos para la comunidad, pero resulta que eso es ilegal.»

Coppermine está en el famoso pasaje del Noroeste, a unos 150 kilómetros por encima del Círculo Polar. Carece por completo de sol durante cinco semanas al año, y en junio, en cambio, no cae jamás la noche. Es un pueblo de cazadores: los domingos, al atardecer, cuando hace buen tiempo, se puede ver regresar a las familias en sus snowmobils a través del mar helado, arrastrando trineos cargados de renos muertos: es el equivalente al atasco dominical de nuestras autopistas. Y las calles de Coppermine están llenas de renos ensangrentados, todos tiesos y con las patas engarabitadas apuntando al cielo blanco: entre ese bosque de pezuñas congeladas juegan al escondite los pequeños.

Tiene Coppermine un aspecto próspero, como todos los demás asentamientos inuit. Pero por debajo están esas heridas que no se pueden ver: niños y mujeres mal- tratados, alcoholismo. «Todo esto se agrava por el hacinamiento», dice el alcalde: «En Coppermine nos faltan por lo menos cien casas; la gente se pone en lista para que el Gobierno les dé una, pero pueden pasar cuatro o cinco años hasta conseguirla. De modo que a veces viven tres familias en una sola casa con tres habitaciones. Y los inuit no están acostumbrados a eso, siempre han vivido en extensiones muy grandes». El pueblo inuit crece muy deprisa y es por tanto muy joven: un 75 por 100 son meno- res de cuarenta años.

En Coppermine todo el mundo habla inglés: esto está al oeste, y en el Ártico occidental está a punto de perderse el inuktitut. Aquí los niños no se entienden con sus mayores: «Sí, la verdad es que casi no comprendo a mi abuela», dice Amanda Niptanatiak, una chica de catorce años que quiere ser policía. Lo explica muy bien el líder Amagualik: «Ahora, desde finales de los setenta, las cosas han mejorado, pero hay una generación que podríamos denominar generación perdida, que son los que están entre los quince y los treinta años. Éstos no conocen bien el inuktitut ni su propia cultura, pero tampoco saben bien inglés ni pueden competir con los blancos en nada».

Son estos chicos de la generación perdida los que engrosan la tasa de suicidio, la más alta de todo Canadá. Pitse Pffeifer, de veinticuatro años, presidente de la Agrupación de Estudiantes de Baffin, conoce bien esa herida interior: «Varios de mis amigos se han suicidado y muchos tienen un montón de problemas. Es una situación muy dolorosa, mucho, mucho». Sólo en Coppermine, con 1.200 habitantes, ha habido tres suicidios en lo que va de año.

Con todo, los inuit asombran por su capacidad de adaptación. Parece imposible que un pueblo pueda recorrer cuatro mil años de historia en tan sólo treinta sin hacerse pedazos y, sin embargo, lo está consiguiendo. Se les ve más capaces, más sanos, más enteros que ninguna otra minoría indígena que yo haya visto jamás. Además de su propia firmeza y energía sin duda han contado con la suerte de estar demasiado aislados por los hielos. Y así, los blancos han llegado a ellos justo cuando el sentido de culpabilidad histórica ante las culturas indígenas empezaba a llegar a los blancos.

Quiero decir que otros pueblos indios han sido humillados y destrozados durante siglos: es difícil reponerse de eso. Pero los inuit fueron totalmente libres y dueños de sus destinos hasta hace unas pocas décadas. Debe de ser por eso por lo que apenas si hay emigración. Los jóvenes no se quieren marchar; quieren ir a conocer el Sur, y los árboles, y las grandes ciudades. Pero todos regresan al Norte. ¿Por qué?, les pregunté a los estudiantes del Arctic College: «Porque cuando estuve en el Sur no podía ir a mi aire, siempre tenía que esperar algo: a que el semáforo se pusiera verde, o a que llegara el autobús, todo está regulado… aquí la vida es mucho más libre», dijo una. «Porque en el Sur hace demasiado calor», dijo otra: y se estaba refiriendo a los heladores Montreal y Otawa. «Porque somos inuit», contestó el tercero, zanjando así el tema.

La comunidad inuit está llena hoy de personajes fascinantes: hombres y mujeres de cuarenta años que son líderes de su pueblo, personas educadas, inteligentes y cosmopolitas, con casas estupendas llenas de computadoras, compact discs y vídeos, y que, sin embargo, nacieron y pasaron sus primeros diez años de vida en un iglú, educándose en la durísima existencia de antaño. Ellos representan mejor que nadie la aventura de su pueblo, el velocísimo viaje hacia el futuro que han emprendido. Como Meeka, la directora del Consejo Regional, que nos invitó a una cena tradicional de reno crudo congelado y piel de ballena cruda, pero, eso sí, todo cortado en pedacitos pequeños y servido bellamente como el más sofisticado plato japonés: estaba muy rico. Esta Meeka, que en los fines de semana, cuando no tiene trabajo, agarra el rifle y se va de caza entre los hielos.

O como Rebecca Mike, de cuarenta años, miembro de la Asamblea Legislativa, que es como el Parlamento de los territorios del noroeste. Una mujer culta y brillante que vivió hasta 1959 según los modos tradicionales y que llamó padre a su padre por primera vez a los dieciocho años porque los inuit, que creían en la reencarnación, ponían a los recién nacidos los nombres de los muertos ese año: «Y yo llevo el nombre de una hermana muerta de mi padre, de modo que mi padre y yo siempre nos llamábamos hermano y hermana, y manteníamos ese tipo de relación, y aún la mantenemos».

O como el líder de las negociaciones, John Amagualik: «Sí, el salto en el tiempo ha sido tremendo. Yo mismo nací en una tienda de piel y viajé en trineo de perros. Y ahora he visto a la gente caminando en la Luna y el mundo entero está en la sala de mi casa». No es de extrañar que este vertiginoso tránsito se esté teniendo que pagar con un precio de angustia y de dolor. Pero, con todo, la capacidad de resistencia de los inuit es asombrosa, y es muy posible que consigan incorporarse por completo a la historia moderna sin perder el recuerdo de lo que son.

Pregunto a los ancianos del Centro para Mayores de Iqaluit si tienen alguna nostalgia del pasado. Uno de ellos, consumido y temblón, me contesta por todos: «No, no echo de menos aquello. Todos los viejos a los que preguntes te dirán lo mismo. Era una vida muy difícil: esto es mucho mejor». Y prefiere el presente pese a los problemas, y a la falta de trabajo para sus hijos y a que sus nietos ya no les respeten ni les entiendan. El hombre se llama Celestine Erkidjut; a su lado está Pauline, su mujer, que también parece muy anciana, pero sólo tienen sesenta y un años: la dura vida que vivieron de jóvenes les ha devorado. No se puede detener el latido del tiempo.

¡Ya estamos en Iqaliut!

AeropuertoComo ya sabéis, Chus Lago, Verónica Romero y Rocío García están en ruta hacia la Isla de Baffin, en Canadá. Después de una odisea de vuelos Madrid-Munich, Toronto y Ottawa, ahora mismo se encuentran en Iqaliut, con un poco de retraso después de que les anulasen un vuelo, y luego se trasladarán en un vuelo interior a Clyde River.

Desde ahí empezarán un recorrido con motos de nieve de 3-4 días aproximadamente hasta el inicio de la ruta hacia el casquete polar de Barnes, “la tierra que nunca se derrite” .

Desde esta página os queremos mandar un mensaje de agradecimiento de nuestras heroínas, y Chus especialmente quiere agradecer todo el cariño que nos mandáis desde diferentes centros educativos de Galicia, por lo que os propone, profes que nos esteis leyendo, que los niños sugieran nombres para el campamento de Compromiso con la Tierra. ¿Aceptáis el reto?

El Instituto Oftalmológico Gómez-Ulla se suma al proyecto 1.000 Kilómetros de Hielo liderado por Chus Lago

Santiago, 22 de marzo de 2017. Entre las actividades programadas por el Instituto Oftalmológico Gómez-Ulla para el presente ejercicio como colaborador oficial del proyecto nacional ‘2017. Año de la Retina en España’, la clínica ha contemplado su colaboración en el ambicioso proyecto 1.000 kilómetros de hielo, liderado por la alpinista viguesa Chus Lago. El Instituto Oftalmológico Gómez-Ulla participa en esta iniciativa como clínica altamente especializada en el cuidado y tratamiento de la retina para evaluar si las condiciones atmosféricas extremas ejercen influencia directa sobre la misma.

Exploración ocular a las alpinistas

Para este seguimiento, los profesionales de la clínica han llevado a cabo durante la mañana de hoy una exploración ocular completa a las expedicionarias para poder conocer la situación actual de los ojos de las participantes, prestando especial atención al estado de su retina.

A su vuelta se les volverá a realizar otra revisión en profundidad para descartar que no hayan sufrido ningún tipo de daño retiniano o en cualquier otra área del globo ocular debido a las durísimas condiciones a las que se van a enfrentar durante su viaje por el casquete polar de Barnes, en la isla canadiense de Baffin.

La expedición de Compromiso con la Tierra, dentro del programa Universo Mujer del Consejo Superior de Deportes

El presidente del Consejo Superior de Deportes, José Ramón Lete, ha presidido en el Club Financiero de Vigo-Círculo de Empresarios de Galicia, la presentación de la primera expedición femenina a nivel mundial al casquete polar de Barnes, situado en la isla de Baffin (Canadá), una travesía que forma parte del ambicioso proyecto 1.000 km de hielo, la suma de las distancias recorridas en Laponia 2016, Baffin 2017 y Groenlandia 2018, dentro del programa Universo Mujer del Consejo Superior de Deportes.

Universo Mujer es un programa integral para el desarrollo de la mujer y su evolución personal dentro de la sociedad, que nace para desarrollar iniciativas que contribuyan a la mejora y transformación social a través de los valores de todo el deporte femenino.

Además, pretende profundizar en la dimensión social y cultural del deporte para impulsar un cambio en el estilo de vida de los españoles y activar la promoción del deporte femenino mediante la realización de eventos y desarrollos comunicativos todos los meses que abarque esta iniciativa.

Las marcas de CLUN Clesa y Únicla, Gadis y Ternua, patrocinadores de la expedición

La expedición liderada por Chus Lago cuenta con el patrocinio de CLUN, la cooperativa nacida de la unión de Feiraco, Os Irmandiños y Melisanto a través de sus marcas comerciales Únicla y Clesa, de la compañía de distribución alimentaria Gadisa y de la marca de ropa Ternua, que mostraron en la presentación todo su apoyo al proyecto 1.000 kilómetros de hielo por su mérito deportivo y social.

 

Chus Lago lidera la primera expedición femenina a nivel mundial al casquete de Barnes, en Baffin (Canadá)

Vigo, 20 de marzo de 2017. La alpinista viguesa Chus Lago se embarca en una nueva aventura en la que, una vez más, será pionera porque capitaneará la primera expedición femenina a nivel mundial que recorrerá la peligrosa ruta del casquete polar de Barnes, situado en la Isla de Baffin, en Canadá, y que partirá el 24 de marzo.  Acompañada de nuevo por Verónica Romero y por la ‘debutante’ Rocío García Orta, dan un paso más en el ambicioso proyecto 1.000 kilómetros de hielo, la suma de las distancias recorridas en Laponia 2016, Baffin 2017 y Groenlandia 2018.

Bajo el lema de nuevo de Compromiso con la Tierra, las aventureras recorrerán 200 kilómetros en condiciones extremas, en uno de los lugares más inaccesibles de todo el planeta, sorteando numerosas barreras de hielo y superando alturas de más de 1.000 metros, para alertar al mundo de los efectos del cambio climático, patentes en el deshielo.  La expedición, que forma parte del Proyecto Universo Mujer del Consejo Superior de Deportes, fue presentada en Vigo en presencia del presidente del CSD, José Ramón Lete, que quiso mostrar su compromiso con las aventureras, como ejemplo de compromiso con el planeta y superación deportiva, en una hazaña nunca realizada.

“Todo suma contra el cambio climático”

Por su parte, Chus Lago insistió en el compromiso medioambiental de su acción: “El hielo es vida, siempre lo digo, es una especie de termómetro del planeta, y el calentamiento global está acelerando el deshielo, por lo que tenemos que actuar. Aunque pensemos que cada acción individual es poca, todo suma”, indicó.

El objetivo es atravesar con esquís el casquete polar de Barnes, en la isla canadiense de Baffin, por su ruta más larga y superando sus más de 1.000 metros de altura en su punto más alto, un camino dificultoso con una ruta real esquiada de más de 200 kilómetros en uno de los lugares más remotos y de difícil acceso de todo el Ártico.

La expedición cuenta con el patrocinio de CLUN, la cooperativa nacida de la unión de Feiraco, Os Irmandiños y Melisanto a través de sus marcas comerciales Únicla y Clesa, de la compañía de distribución alimentaria Gadisa y de la marca de ropa Ternua, que mostraron en la presentación todo su apoyo al proyecto 1.000 kilómetros de hielo por su mérito deportivo y social.

El Instituto Oftalmológico Gómez-Ulla les realizará un examen ocular antes y después de la expedición

Las expedicionarias partirán el viernes 24 de Madrid para trasladarse a la costa oriental de Baffin, donde iniciarán su travesía, pero antes uno de los colaboradores de la expedición, el Instituto Oftalmológico Gómez-Ulla, les realizará una completa exploración ocular para evaluar el estado actual de sus ojos y especialmente de la retina, antes y después de la expedición, para descartar daños por las extremas condiciones que van a afrontar. El Instituto Oftalmológico Gómez-Ulla enmarca esta exploración dentro de las actividades como colaborador oficial del “2017 Año de la Retina en España”, impulsado por la Fundación Retina Plus+.