Nosotras hemos visto cosas que vosotros no creeríais…

Las luces de las tres motonieves flotando sobre el cielo azul del anochecer como minúsculas naves espaciales regresando a casa. Hemos visto arder la línea del horizonte a nuestros pies mientras caminábamos sobre polvo de diamantes. El anochecer que no acaba, incendiando cordilleras y glaciares. Estuvimos allá arriba, donde la vida permanente no es posible y la respiración cristaliza. Fuimos frágiles, padecimos y sufrimos, pero sobre todo fuimos una.

A nuestra espalda, los innuits, José Naranjo y Carlos Veloso se alejan sobre sus trineos mecánicos; tres luces que hacen guiños y parecen elevarse en la distancia del Conn Lake. Solas, pienso, en uno de los lugares más inhóspitos del planeta, y después sigue una punzada de emoción. Regreso con toda la atención a la aguja imantada de nuestra brújula. El cerebro chisporrotea aumentando conexiones, tratando de encajar y superponer las imágenes que leyó, que inventó, que ve, tratando de encajar y superponerlas todas en un solo mapa. Se tarda un tiempo, es cuestión de fe, de práctica, de cosas vividas; todo vendrá a su sitio, me digo.

Poco a poco, en unos días, nuestros ritmos tocan la misma sinfonía, idéntico paso, pausa, trabajo, esfuerzo, secuencia; todo encaja.

«¡Que no desparezca la línea del horizonte!» «¡Que no desparezca la línea del horizonte!». Rocío reza para sí misma, el «white out» borra el mundo, aniquila el espacio sensorial, desdibuja la realidad y hay que seguir caminando pero resguardándose en el interior de nuestros pensamientos. «¡Mira que esta niebla tiene mala sombra!», se le escapa en voz alta. La realidad se desenfoca por momentos y hay que pillarla con fuerza.

Al abrigo del único refugio posible, la tienda, el viento cobra cada vez más fuerza, la tumba, retuerce, infla, comprime, tortura. A bordo, los cosidos de las telas se despuntan sobre nuestras cabezas. ¡Que no se rompa! ¡Que no se rompa!. La ventisca vino y se fue sin consultarnos, desapareció como el soplo que apaga una vela. Nuestro periplo continúa y solo hay una salida posible: por el sur, por el final, hacia alguna parte pero siempre hacia delante.

«Los inuits no lloramos», me había dicho Levi, el jefe de nuestra caravana de trineos moto nieve, unos días antes. «¿Tampoco de emoción, de belleza, de amor?». Lo pienso, porque el aire es puro cristal esta mañana, la nieve es un centelleo de brillos que emiten sus cristales, el cielo es tan inmenso que da vértigo; si alguna vez has mirado hacia abajo desde la ventanilla de un avión y has visto las nubes lisas y calmadas y al frente el cielo limpio y el sol, entonces has visto el Cap de Barnes en todo su esplendor.

 

Y ahora que al final parece una larga e interminable lengua de nieve que baja de esas nubes hasta el mismo suelo, resulta que tampoco lo es. El paisaje se empasta, los relieves en sus diferentes alturas y cuando estamos a punto de saltar de alegría y de gritar «¡acabamos!», un acantilado de hielo nos separa del final. ¿Y ahora qué? ¿Y ahora por dónde? ¿Y si no es posible descender? De nuevo el cerebro chisporrotea, a estas alturas de la expedición las curvas de nivel están grabadas en nuestra mente. «¡Hacia el oeste, vayamos al oeste!». Al oeste el milagro se produce: un salto de quince metros que podremos salvar con una cuerda, estacas y tornillos.

Abajo, Vero grita de emoción: ha tocado fondo, el final, la gloria. Una a una, junto a nuestros trineos y petates, alcanzamos el suelo y nos reunimos con ella. Ella, que ha visto unicornios en el Cap y dragones en Inari, nos funde en un abrazo.

Las expediciones no son solo un lugar al que ir. Son sobre todo la profundidad hacia la que uno es capaz de descender con sus propias emociones.

 

Chus Lago, 20 de abril de 2017. Clyde River.